Desde noviembre del 2017 la Organización Mundial de la Salud define a la violencia de género contra la mujer, especialmente la ejercida en el ámbito doméstico, como un grave problema de salud pública, ya que gran parte de los casos terminan en feminicidio.
Reconocer esto públicamente nos ha permitido asumir el problema y pensar en alternativas para combatirlo. Pero mucho antes de 2017, incluso siglos atrás, han sido innumerables las mujeres que han denunciado y combatido la violencia de género.
Como esta ha sido una transformación muy significativa y diversa aún hay algunas confusiones sobre qué es la violencia de género, cuáles son los tipos principales, por qué se dice que afecta especialmente a la mujer y qué alternativas tenemos. A continuación haremos un recorrido por distintas propuestas.
Según la ONU, la violencia de género es “todo acto de violencia que resulte o pueda tener como resultado un daño físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privatización arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada”.
Esta es una definición muy valiosa, pero podríamos ir más allá y pensar que la violencia de género forma parte de un sistema social que se ha construido a partir de las experiencias masculinas y heterosexuales, entre muchas otras experiencias privilegiadas.
Es decir, la violencia de género es el resultado de un sistema donde se recompensa a unos individuos (a los hombres heterosexuales) y se suprime a otras u otros (a todos y todas las que no somos hombres heterosexuales). A este sistema social se le conoce como hetero-patriarcado y es una definición heredada de los movimientos feministas.
La violencia de género tiene muchas expresiones. Es más bien un conjunto de violencias que afectan a una persona que se encuentra en una relación de poder asimétrica ante otra por un motivo específico: el género de ambas.
Afortunadamente hemos encontrado muchas palabras para nombrarla, lo que nos permite ponerla en evidencia y actuar. Aquí describiremos específicamente la violencia que se ejerce de manera física, sexual, psicológica y simbólica.
La violencia física suele ser la más evidente porque es la que se ve en el cuerpo. Incluye golpes y puede terminar con la muerte, lo que actualmente se conoce como feminicidio.
Este último término ha sido especialmente útil porque nos ayuda a pensar en el asesinato de una mujer no como un caso aislado y privado que ocurre como consecuencia de algo que la misma mujer no debió hacer, sino como la culminación de muchos tipos de violencia de género.
A su vez, esto último hace referencia a una responsabilidad de las instituciones que no garantizan el derecho a la vida de las mujeres en las mismas condiciones que se garantiza la vida de los hombres.
La violencia física ocurre comúnmente en el espacio doméstico, es decir, suele ocurrir en el hogar y por los hombres más cercanos como la pareja, pero también puede ser por el padre, los hermanos, los tíos, los abuelos, etc. u hombres desconocidos.
La violencia de género no es necesariamente violencia sexual. Este último término se refiere a un acoso lascivo que puede ser físico o verbal.
Un ejemplo bastante cotidiano es recibir miradas o palabras acosadoras cuando vamos por la calle. Otro ejemplo es si alguien toca nuestro cuerpo sin nuestro permiso (lo que incluye a conocidos y desconocidos que nos presionen sutil o explícitamente para hacer algo que no queremos y que involucra nuestro cuerpo).
En un caso más extremo la violencia sexual se transforma en una violación, que puede iniciar tan sutilmente que es difícil de reconocer y puede vivirse tanto en la relación de pareja como dentro de la familia nuclear o por desconocidos.
Este tipo de violencia suele ser muy implícita, incluso puede resultar difícil de notar tanto para la víctima como para el victimario. Es decir, la violencia psicológica puede ser intencionada o no intencionada y suele minimizarse aun cuando también implica una coerción.
Muchas veces este tipo de violencia es la que se ejerce de manera verbal porque incluye comentarios que nos ofenden, nos minimizan o nos desacreditan por ser mujeres. También puede incluir amenazas. De hecho, en la mayoría de los casos la violencia psicológica es el paso que viene antes de la violencia física.
Desgraciadamente la violencia de género está tan arraigada en nuestras sociedades y en nuestras propias conciencias que se expresa en las cosas más básicas de la vida cotidiana. Es aquella que nos dice cómo debería ser nuestro cuerpo, nuestros hábitos o nuestras relaciones.
Es un tipo de violencia aún más sutil que suele pasar desapercibida porque no vemos sus efectos de manera inmediata, pero sigue teniendo como consecuencia el mantenernos en una posición vulnerable y de sumisión.
Algunos ejemplos son el uso de expresiones que implican algo relacionado con el género y que se usan para insultar a alguien, como la palabra “maricón”, decirle a un hombre “pareces una niña” o la “operación biquini”, que nos dice cómo puede ser más atractivo nuestro cuerpo básicamente hacia la mirada de los hombres.
Por otro lado, también suelen confundirse los términos “violencia de género” y “sexismo”. El sexismo es una de las expresiones de la violencia de género. Hace referencia a las acciones, circunstancias, contextos y relaciones donde se le atribuye una característica particular a una persona por causa de su género y en conexión con ciertos estereotipos.
Un ejemplo sería el asumir que una mujer disfrutará de maquillarse solo porque es mujer, o dar por hecho que un hombre solo por ser hombre disfruta del fútbol. O pensar que una mujer tiende a ser débil, frágil o delicada únicamente por ser mujer, y suponer que un hombre es o debe ser fuerte, valiente y firme solo por ser hombre.
Se habla de violencia de género específicamente hacia o contra la mujer para recalcar y hacer explícito que, a diferencia de los hombres, hay una altísima probabilidad de que las mujeres vivamos agresiones y discriminación en algún momento de nuestra vida e incluso de que seamos asesinadas por motivos relacionados con nuestro género.
Es decir, estamos en una relación asimétrica ante los hombres donde nosotras somos las vulnerabilizadas porque no es que seamos vulnerables por ser mujeres, sino que se nos hace vulnerables en casi en todas, si no es que en todas, nuestras relaciones con los hombres.
Para darnos una idea de esto veremos las estimaciones de la OMS: a nivel mundial 1 de cada 3 mujeres han declarado que sufren o han sufrido violencia física y/o sexual por parte de su pareja o de otros hombres. La gran mayoría son casos que ocurren en el seno de la pareja y muchos terminan en asesinato (el 38% de los feminicidios son cometidos por la pareja masculina).
Los hombres también pueden vivir algún tipo de opresión relacionada con los modelos de género actuales. Por ejemplo, suelen verse obligados a negar su vulnerabilidad porque la masculinidad hegemónica así lo indica y esto implica un malestar de género.
Por otro lado, los hombres también pueden experimentar violencia en una relación de pareja. Por ejemplo, hay hombres que viven situaciones graves como agresión física por parte de su pareja tanto femenina como masculina. No obstante, aunque incluyen violencia, ninguno de estos dos casos es violencia de género.
La razón es la siguiente: si miramos específicamente la categoría de género, y ponemos a un hombre junto a una mujer, el hombre tendrá la posición privilegiada y de poder porque así es como las sociedades occidentales se han construido a lo largo de la historia.
Pero el género no es la única categoría que nos define. También nos definimos, por ejemplo, por la clase social. Así, un hombre de clase trabajadora, ante una mujer aristócrata, puede estar en una relación de poder no simétrica donde él sea quien está en la posición vulnerable, pero esto es por la categoría de clase social, no por el género.
Por tanto podemos decir que un hombre heterosexual no experimenta violencia y discriminación por su género. También podemos ir un poco más allá y ver que si es “hombre promedio” (heterosexual, blanco, sin discapacidad y de una clase social media-alta) seguramente tampoco experimentará violencia por su clase, su condición física o su color de piel, categorías que evidentemente pueden cambiar según cada contexto.
En términos más concretos podemos ver algunas diferencias en las experiencias de violencia que nos ayudan a explicar por qué poner a la mujer como protagonista en esta lucha. Aunque seguro hay muchas más, aquí enumero algunas:
1. Los hombres heterosexuales no son asesinados por violencia de género.
2. Los homicidios suelen ocurrir en el espacio público y el asesino suele ser otro hombre; en cambio, los feminicidios suelen ocurrir en el espacio privado y casi siempre el asesino es también un hombre (comúnmente la pareja).
3. El hombre suele tener más recursos emocionales para salir rápidamente de una relación de pareja donde hay violencia. Se le ha educado e identificado más hacia lo público y más hacia la justicia que hacia el cuidado.
4. Por otro lado, a las mujeres generalmente se nos educa hacia lo privado, para brindar un cuidado excesivo a los demás al punto del sacrificio personal. Por eso solemos aguantar por más tiempo la violencia.
5. Un ejemplo de cuando un hombre sí puede experimentar violencia de género es si vive agresiones o discriminación porque es homosexual, bisexual, intersexual, transgénero, transexual o queer.
Entonces, ¿qué puede hacer un “hombre promedio” para apoyar la lucha contra violencia de género? En principio, asumir que no tiene la experiencia de violencia y discriminación contra la cual luchamos otras sexualidades, incluidas las mujeres.
Por esa razón el hombre no puede tomar el protagonismo ni ser el líder de esas luchas y tampoco puede tener la última palabra al determinar qué acción es una agresión sexual y cuál no.
Por eso mismo no se vale desestimar las formas que las mujeres elegimos para reivindicarnos o para denunciar la violencia que nos ha acompañado a lo largo de la historia. Es decir, hay que evitar adjetivos descalificativos como “feminazi” o “hembrista” que solo sirven para minimizar nuevamente nuestras experiencias.
Además puede reflexionar y reconocer los momentos en que ha tenido actitudes machistas, agresivas, homófobas y discriminatorias que causan violencia. Esto va desde las bromas y los piropos hasta la agresión explícita. A partir de ahí debe intentar modificar las relaciones interpersonales y poner en común su propia vulnerabilidad.
Y lo último, pero no menos importante: no hay que culpar a la mujer (“ella se lo buscó por traer minifalda”) y tampoco victimizarla. O sea, el reconocer y denunciar que hay violencia hacia la mujer es muy valioso y necesario, pero no implica asumir nuevamente el rol de “protector” que casi nunca es de cuidado y es casi siempre de dominación.
De hecho, hay muchos colectivos de hombres que trabajan estos temas con otros hombres en una rama de estudio y acción conocida como nuevas masculinidades.
La violencia de género nunca viene sola. No se experimenta igual por todas las personas y tampoco se manifiesta con la misma intensidad en todos los contextos. Hay muchos factores que intervienen, como el origen étnico, el color de la piel, la clase social, la edad, la discapacidad o las prácticas sexuales que se prefieren, entre otras categorías.
En el análisis de la violencia de género y en las soluciones posibles deben considerarse estos factores. A este enfoque se le conoce como perspectiva de género interseccional y nos ha ayudado a reconocer que, aun siendo mujeres y compartir experiencias de violencia, hay algunas diferencias que nos hacen vivir esa violencia de formas distintas.
Por eso no podemos tomar el protagonismo de la misma manera en todas las luchas. Por ejemplo, no es igual la violencia de género que puede recibir una mujer heterosexual, a la de una mujer homosexual o transexual, ni la de una mujer hetero de clase alta a la de una mujer hetero de clase baja. Por eso cada lucha necesita recalcar sus propios detalles.
Las personas transexuales, sobre todo los hombres que han pasado por procesos quirúrgicos y hormonales para transitar al cuerpo femenino, pueden ser y han sido víctimas de violencias de género muy graves.
El Observatorio de Personas Trans asesinadas (TMM, por sus siglas en inglés) ha revelado que en 2017 se reportaron 2609 asesinatos de personas trans y de género diverso entre enero de 2008 y octubre de 2017 en 71 países alrededor del mundo. El último año hubo 325 y la mayoría ocurrieron en Brasil, México y Estados Unidos.
La violencia de género solía considerarse un problema de la vida privada y relacionado únicamente con la educación o bien con los problemas psicológicos de la víctima y del victimario.
Una de las luchas de los movimientos feministas ha sido precisamente sacar a la violencia de género de los hogares y de las relaciones de pareja. Gracias a eso, la violencia de género se reconoce actualmente como un riesgo al que estamos expuestas todas las mujeres alrededor del mundo y también las personas que no se definen a sí mismas desde los modelos de género tradicionales.
Esto quiere decir que ya no es una cuestión privada, sino que es un asunto público, y ya no es solo un tema de educación sino un problema de salud, o más bien ambas cosas, porque genera una cantidad imperdonable de muertes alrededor del mundo, además de lesiones físicas y sufrimiento psicológico constante.
Ante la cantidad de problemas de salud pública que la OMS reconoce, no podemos esperar a que las alternativas vengan directamente de organismos internacionales que a veces son muy difusos.
Lo mismo se puede decir en el caso de los poderes políticos nacionales o locales. Afortunadamente en algunos lugares empiezan a crearse leyes o alertas de género para prevenir o erradicar esta situación, así como talleres o espacios especiales para compartir las experiencias.
Pero esto está en construcción, no ocurre en todos lados y en su mayoría son medidas insuficientes, porque incluso en la formación profesional es algo que parece nuevo.
Así que habrá que empezar por cuestionar nuestros paradigmas y nuestras posiciones. Por ejemplo, reconocer que el intento de comprender nuestras sociedades y a nosotros como seres humanos solo a través de las explicaciones biológicas no alcanza para explicar y solucionar todos nuestros problemas.
De hecho, puede generar muchos otros, como naturalizar las relaciones que son desiguales por la jerarquía de género (por ejemplo cuando se le equipara con las relaciones que se establecen en el reino animal).
Un cambio de paradigma podría ayudarnos a entender que las jerarquías no son malas, lo son cuando se naturalizan porque se naturalizan también la relación de opresión, la discriminación y la violencia asociadas, dejándonos sin herramientas para actuar y contrarrestarlas.
Se naturalizan en consecuencia la violación de nuestros derechos, las miles de desaparecidas y los feminicidios, y quedamos otra vez como cuerpos invalidados cuyo destino es inevitablemente vivir agresión.
No podemos minimizar los esfuerzos y tampoco las relaciones y las normas que sí nos han minimizado a nosotras. Aquellas que nos han deslegitimado tanto físicamente (como si nuestras vidas no fueran valiosas, no importaran, y por eso hay una desaparecida tras otra), como psicológicamente (acostumbrándonos y sufriendo en silencio los abusos callejeros, o de nuestras parejas, profesores y familiares).
Desgraciadamente nos cuesta mucho trabajo reconocer cuando hemos experimentado violencia de género porque la tenemos bastante normalizada, al punto de culparnos a nosotras mismas cuando hemos sido víctimas (por ejemplo “no debí haber salido en minifalda”, o “no debí salir sola”, o “no debí haber reclamado”).
La triste realidad es que casi todas o todas las mujeres hemos experimentado violencia de género y desgraciadamente todavía es parte de nuestro día a día, de nuestra historia y de nuestros cuerpos.
Por eso no debe darnos vergüenza hablar al respecto y podemos buscar grupos de mujeres e incluso instituciones que pueden ayudarnos. Afortunadamente basta con hacer una llamada, un clic o una visita a alguna amiga cercana o una institución de confianza.
Al final la alternativa más próxima y eficaz que tenemos y que hemos tenido durante muchos años como bien nos han enseñado los feminismos es unirnos, empoderarnos y retomar nuestras historias para educar a los demás con el objetivo de construir unas relaciones más equitativas. Hay incluso una palabra para esto: “sororidad”.